Por *Fausto Giraldo

La conflictividad social constituye un aspecto que, está presente históricamente en la vida de la sociedad, cuando la población decide suspender las labores mediante paros o bloqueos expresa inconformidad a un hecho puntual o el cuestionamiento a la institucionalidad estatal. En ese escenario, el dialogo del gobierno y los paralizados se convierte en un elemento central para orientar las tensiones a encontrar salidas a la problemática que los enfrenta.

La gobernabilidad en contextos de conflicto social requiere al dialogo como recurso indispensable, sin embargo, la radicalización de posiciones de las partes hace que la posibilidad de un dialogo efectivo entre los sectores sociales y el gobierno sea incierto.

El dialogo va más allá de la negociación instrumental, es un espacio de reconocimiento reciproco en donde se definen agendas comunes, se procesan los puntos del conflicto y se construyen líneas de acción resultantes de un acuerdo. Habermas (1981) lo concibe como acción comunicativa, orientada al entendimiento y no a la mera imposición. Sin embargo, en escenarios de “asimetría de poder”, el diálogo puede degenerar en ritual o simulacro.

En un escenario de paralización, el dialogo debe entenderse como un proceso político complejo, El gobierno posee el monopolio de la coerción y recursos institucionales, mientras que los sectores movilizados ejercen presión a través de la interrupción de la normalidad económica y social (Tilly & Tarrow, 2015). Esta tensión define al diálogo como un espacio de negociación donde las partes buscan alcanzar compromisos, allí se equilibran las fuerzas por lo que deja de ser un encuentro neutral.

Desde la perspectiva de la transformación de conflictos, Lederach (1997) sostiene que el diálogo en contextos de crisis va más allá de atender reclamos inmediatos.
Se trata de construir acuerdos de largo plazo que permitan prevenir confrontaciones futuras, bajo este criterio el encuentro entre Gobierno y sociedad paralizada es al mismo tiempo un mecanismo de negociación y un proceso simbólico orientado a reestablecer vínculos fracturados.

Desde la visión gubernamental, se suele fragmentar el dialogo, negociando de manera separada con actores dispersos, aspira que se debilite la organización y por ende cualquier paralización. Paradójicamente, esto puede producir una paz negativa (Galtung, 1969): ausencia de conflicto abierto con persistencia de injusticias estructurales.

El concepto de diálogo transformador (Freire, 1970) es clave aquí: no basta con escuchar demandas, sino que se requiere una práctica dialógica que empodere a los actores y les devuelva capacidad de incidencia. Superar la paralización requiere de la apertura gubernamental de forma real generando mecanismos institucionales y no institucionales de participación, respetando la autonomía del tejido organizativo.

El diálogo cumple un rol trascendente en términos de legitimidad participativa y democrática. Habermas (1987) plantea que la acción comunicativa es la base de la democracia deliberativa, ya que solo mediante el entendimiento racional y consensual es posible alcanzar acuerdos legítimos dentro del sistema político y de gobierno. Cuando el gobernante reconoce a los sectores sociales que han paralizado como interlocutores válidos da respuesta a demandas sectoriales y refuerza la idea de que el poder político legitima el debate público y la deliberación colectiva.

Por otro lado, desde una perspectiva crítica, Santos (2005) argumenta que los procesos de diálogo y negociación con actores sociales deben interpretarse como parte de una democratización radical, en la que se reconoce la diversidad de saberes y prácticas no hegemónicas. En este sentido, el diálogo no es solo un intercambio técnico-administrativo, sino también un espacio de disputa por el reconocimiento cultural y político a través de la redistribución de poder. Esto resulta clave para comprender por qué muchos sectores optan por la paralización: se trata de visibilizar voces históricamente marginadas en el diseño de políticas públicas.

Es necesario subrayar que la parálisis social constituye una forma de acción que busca alterar las políticas del poder para con la sociedad (Tilly & Tarrow, 2015). El diálogo, en este marco, actúa como una válvula que canaliza la presión hacia compromisos verificables, evitando la prolongación del conflicto y mitigando sus efectos sociales y económicos.

El diálogo entre gobiernos y sectores sociales paralizados enfrenta límites estructurales y coyunturales, sin embargo, puede conceptualizarse como un mecanismo de gobernanza orientado a transformar la confrontación en acuerdos legítimos. Se trata de un proceso que articula la negociación política y reconocimiento de demandas, muchas de ellas históricamente excluidas, no obstante, deja de ser una simple forma de gestión del conflicto y se convierte en un espacio objetivo de reconocimiento del tejido social organizado y su presencia en un sistema político. Es obvio que el dialogo no se podrá dar cuando las condiciones objetivas de empobrecimiento extremo no tienen solución mediante esta vía y la salida a una crisis político social es otra.

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